«Mañana, dice, al salir el sol se habrá borrado -para siempre- del colchón tu olor.»
Y así comienza, con toda la fuerza que pueden traer los galopantes vientos de La Mancha, el álbum debut de Rozalén.
Recuerdo la primera vez que me enfrenté a este disco. Y sí. Digo bien. Me enfrenté. La voz de María Rozalén me dejó en fuera de juego. Fue una batalla interna. Un buen amigo dejó en la mesa su última compra: Con derecho a… y me obligó a quitar a Brenda Lee. Para mi, era ya, una enemiga en mi territorio.
Tardé medio café y dos cucharadas de azúcar en enamorarme de una mujer que nace cuatro días antes que yo. Recuerdo engancharme a ella mientras sonaba «Comiéndote a besos«. Una declaración de amor y pundonor, llevados al horizonte donde las palabras bailaban (también).
Repasamos el disco hasta en tres ocasiones. Una por desvirgarme. Otra por placer y una tercera, sinceramente, por no levantarme a preparar otro café.
Pensé, apagando un cigarro, «Las hadas existen» suena tanto a Joan Baéz. Quizá ni lo haya escrito pensando en ella y sin intenciones revolucionarias, pero ¡joder! suena tantísimo a Baéz. Lo tiene todo.
Apuro el café y esucho, por primera vez, «Alivio«. Me acaban de desnudar. Todo el rock, todas la posturas, todas las maneras y todo los límites se desploman. Quedo a los pies de una melodía tan sencilla como magnífica. Sin que ella lo sepa acaba de aparecer en el salón. Su voz se mezcla con los hielos que rompen el vaso al tragar.
Aterrizamos, al fin. Dos días después su disco está danzando entre mi colección. No hago nada sin pasar por los «Susurros de papel«, «para los dos» o «levántante«. Su disco, culpa de mi enfermiza manía de ordenarlo todo, se acuesta entre discos de los Stones y Tom Petty.
Quien siguió la consiguió, claro. ¿Quién nos iba a decir, si no, que la magia es inmortal?